Los Olores de Ayer.
Hay muchas cosas que formaban parte de la vida cotidiana del país hace pocos años. Cosas que la mayoría de los jóvenes dominicanos de hoy no llegaron a conocer. Algunas empezaron a desaparecer después de 1961, pero otras permanecieron hasta bien entrada la década de los 70 del siglo pasado.
Habiendo sido la dominicana una sociedad mayoritariamente rural hasta un tiempo muy reciente, la mayor parte del transporte se realizaba a lomo de caballo, mulo y burro.
Las motocicletas, dominantes como lo son hoy día, todavía eran una costosa curiosidad mecánica a finales de la Era de Trujillo, y no fue hasta después de la guerra civil de 1965 cuando empezaron a popularizarse hasta convertirse en el medio de transporte prevaleciente.
Tan comunes son hoy las motocicletas que hay más de un millón doscientas mil de ellas rodando por todo el país. Gracias a su amplia versatilidad, las motocicletas han sustituido a los équidos en casi todo el territorio nacional y hoy se desempeñan no sólo como vehículos de transporte personal, sino como ágiles máquinas para el traslado o arrastre de cargas ligeras, tanto en los campos como en las ciudades.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que los burros, los mulos y los caballos eran dominantes y era raro el hogar o negocio que no tuviera uno o más de estos animales, no importa cuán pobres fueran sus dueños.
Casi de ayer era el espectáculo de ver cientos de personas, hombres y mujeres, llegar temprano a los pueblos con sus animales cargados de víveres, viandas, granos, plátanos y otros productos para negociarlos en los mercados y luego pasar a las tiendas, almacenes y ferreterías para abastecerse de manufacturas.
Las abigarradas zonas comerciales de los centros urbanos estaban preparadas para manejar la gran afluencia de jinetes y sus monturas, y muchas de ellas exhibían largas filas de argollas ancladas en las aceras para asegurar los animales de sus visitantes rurales.
Esas argollas fueron desapareciendo con el tiempo, pero todavía aparecen aquí y allá en algunas aceras olvidadas que el tiempo no ha podido remover.
Aquellos eran tiempos en que los pueblos tenían olores orgánicos muy característicos. Casi todos olían a estiércol de caballo (o de burro y mulo, que era casi lo mismo).
Estos olores se hacían mucho más intensos en aquellas ocasiones en que los hateros, carniceros y finqueros trasladaban grandes recuas de ganado por el medio del pueblo, y entonces las deposiciones de las reses agregaban nuevos aromas al ya perfumado ambiente aldeano o pueblerino.
Muchos dominicanos de cierta edad deben recordar el tufillo agrio y semi-picante que salía de las empolvadas calles y caminos, el cual se extendía como un castigo cuando el viento levantaba fuertes polvaredas que obligaban a lavar los pisos de las casas casi todos los sábados.
Las mañanas de los sábados eran tiempo de limpieza e higiene doméstica. Aquellas casas con pisos y paredes de madera eran cepilladas con agua y jabón de cuaba, y rociadas con creolina para matar o prevenir las chinches. En sábado por la mañana los vecindarios olían a creolina, que era entonces uno de los sinónimos de la limpieza doméstica.
Las sillas y los bastidores de las camas, colchonetas y colchones se sacaban de las casas y se exponían al sol con propósitos similares, en tanto que la ropa se lavaba con jabón de cuaba en grandes bateas de madera de amapola o de hojalata soldada con estaño.
Este jabón se fabricaba entonces con una base de ácidos grasos obtenida del cebo de vaca y unas gotas de aceite de pino, y le daba a la ropa lavada un olor único que ha quedado incrustado tan profundamente en el olfato nacional que los modernos fabricantes tratan de replicarlo hoy en sus pastillas hechas a base de glicerina.
Aunque en los campos la ropa también se lavaba en bateas, allí las mujeres la llevaban al río y la blanqueaban golpeándola contra ciertas rocas pulidas en espacios ribereños de uso puramente femenino que los hombres respetaban pues las mujeres lavaban la ropa con el pecho descubierto.
Esos espacios eran casi siempre mansas chorreras de agua limpia en donde las mujeres y los niños se bañaban juntos. Luego del lavado, las lavanderas tenían también a su cargo llenar de agua los bidones o los higüeros para llevarlos a sus casas a lomo de burro luego de colocarlos dentro de árganas de fibra de cana o en cajones de madera de fabricación artesanal.
Las bocas de los higüeros se sellaban con un pañito de tela cuadrado que se adhería por viscosidad a la superficie del recipiente, en tanto que los bidones se cerraban con unos manojos bien apretados de hojas de guayaba que le daban buen sabor al agua.
Al llegar a la casa, el agua potable se vertía en tinajas de barro cocido colocadas en algún rincón cercano al comedor o la cocina, y allí se refrescaba a la sombra, bien tapadas para impedir que los mosquitos pusieran sus huevos en el agua.
En las casas campesinas los olores eran también característicos. Si los dueños tenían vacas, las emanaciones de estiércol fresco también se colaban por entre las hendijas de los bohíos.
Aparte de esos hilos olfativos, era también difícil encontrar un hogar rural que no oliera a humo de leña, o a los aromas más gentiles del café tostado o recién colado, o al penetrante perfume del tabaco que se secaba en las enramadas cercanas, si ese era el caso.
Había pueblos, como Santiago, Tamboril, La Vega y Quinigua en donde el olor a tabaco se imponía sobre todos los demás aromas naturales o de otro género.
El caso de Santiago era el más singular pues siendo como era esta ciudad el gran almacén del tabaco que se producía en gran parte del Cibao, era posible detectar la fragancia del tabaco en fermentación a varios kilómetros de distancia antes de llegar al pueblo.
Ese olor no desaparecía nunca. Santiago olía a tabaco por la mañana, por la tarde y por la noche, aunque en ciertas calles y callejones los olores de las caballerizas quebraran los dulces efluvios de los almacenes de curación de la hoja nicotínica.
Había otros olores típicos de los pueblos. Dos de ellos tenían un horario fijo. Uno era el aroma del chocolate que fabricaban algunos artesanos en los barrios. Este olor venía generalmente acompañado del interminable tableteo de los moldes (taca-taca-taca-taca) pues las tablas de chocolate con azúcar necesitaban ser cuajadas y consolidadas por compresión antes de ser envueltas en "papel de vejiga".
El aroma del chocolate dominaba temprano en las tardes compitiendo con los humos perfumados del café tostado que se cocía en negras pailas ahumadas, cada vez más ennegrecidas por fuera por la leña de los fogones y, por dentro, por el azúcar quemada que se le agregaba al grano para oscurecerle el color.
Al caer la tarde, entre las cinco y las siete, surgían de entre las cocinas las intensas emanaciones del arenque ahumado, plato muy barato entonces, muy favorecido por las clases populares y por muchas familias de nivel medio. Hoy el arenque ahumado es casi un plato de lujo.
Las horas del arenque eran las únicas en que Santiago y La Vega perdían momentáneamente su olor a tabaco, a café o a chocolate, pues en la noche, terminada la cena, volvían sus habitantes a respirar las moléculas aromáticas de las hojas que fermentaban lentamente en los grandes almacenes antes de ser empaquetadas en serones para la exportación, o enviadas a las fábricas de cigarros y cigarrillos.
Esos olores de ayer empezaron a desaparecer cuando se extendieron por los pueblos las emanaciones del gasoil y la gasolina quemados por los vehículos de motor. A medida que esos vehículos se hicieron más numerosos, asimismo los pueblos fueron perdiendo sus aromas campestres y artesanales.
Las "máquinas", como les llamaba la gente común, terminaron desplazando a los burros, caballos y mulos y, gradualmente, los pueblos y ciudades cambiaron de perfume.
Este proceso lo conocen hoy la mayoría de los dominicanos de todas las edades. La sociedad dominicana que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX fue perdiendo el interés por los animales de tiro y carga en la medida en que sus estructuras económicas se modernizaban.
Desde temprano hubo signos muy evidentes de la victoria de las máquinas sobre los animales de tiro y carga. En 1953, por ejemplo, el Consejo Administrativo de Ciudad Trujillo (nombre que se le daba entonces al Ayuntamiento) prohibió el uso de carretas, caballos, mulos y burros en las calles de la capital de la República.
Este fue un paso que otros ayuntamientos, más rurales y más dependientes de la sociedad campesina, no se atrevieron a dar de inmediato, pero en realidad no tenían que darlo pues las máquinas se encargaron de ejecutar ese destino.
Los vehículos de motor también cambiaron las preferencias populares por algunos olores y perfumes en aquella transición de una sociedad tradicional y campesina que se movía rápidamente hacia la vida urbana y la modernidad.
Por eso no es de sorprender que una de las canciones más populares de los años 50 del siglo XX fuera aquélla en que los cantantes repetían una y otra vez este malicioso estribillo: "tócale la bocina, tócale la bocina, que las mujeres se mueren, hay, por la gasolina".
comederorddigital.blogspot.com Gracias mil.
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